Si el batir de palmas y tamboras guarda estrecha relación con el latir incesante del corazón humano, alguna relación habrá, sin dudas, entre el gorjeo de las aves que anuncian la mañana y el canto fervoroso del hombre. Quizás fueron las aves primordiales quienes instruyeron allá, en el principio de los días, al hombre, introduciéndolo en las misteriosas artes canoras. Guardan registro de ello sendos pasajes de la vasta mitología griega.
Así encontramos, por ejemplo, el canto de Orfeo y su lira, capaces de dominar la furia de todo el Hades, o el canto menos venturoso de las sirenas, que conducía a los navegantes hacia la más abyecta perdición.
Mas no nos convocan hoy arrumbadas narraciones que yacen dormidas en oscuros anaqueles, sino que más bien compartiremos la reflexión en torno a una concepción muchísimo más vernácula del arte del canto y zonas aledañas.
Así como Beatriz acompañó a Dante en su ascenso a las esferas celestes, así Laura Celave nos acompañará en esta ocasión a través de los sinuosos caminos que el arte del canto la ha llevado a recorrer. Sin más dilaciones, los dejo con la palabra de la entrevistada.
Primer capítulo: acerca de cómo la niña Laura descubrió sus inquietudes artísticas y lúdicas
Yo siempre fui extrovertida. Desde chiquita jugaba a cantar, bailar, actuar. A partir de los 10 años, empecé a tocar la guitarra. Además, iba al coro de niños de la Cooperativa Obrera con Carmelo en esa época. Eso constituyó para mí una gran base desde el trabajo audio-perceptivo.
Después me enganché un poco más con el teatro, siempre pasando por las diferentes escuelas artísticas de la ciudad. Por citar algunas, la Escuela de Teatro, el Conservatorio, la Escuela de Estética; incluso tuve un breve paso por la Escuela de Danza.
En torno a los 14 o 15 años, tuve un momento muy vinculado al teatro. Me volví actriz. En aquel entonces, la compañía Nuevo Drama estaba en sus inicios, y yo formaba parte de ella. El hecho de tener que actuar todos los sábados como un trabajo constituyó una gran escuela de formación.
Recuerdo un hecho que fue muy significativo para mí: nos retiramos a una casa quinta durante dos o tres meses para elaborar los trajes y la escenografía. Bueno, esas experiencias son muy propias de los actores.
Después de esa experiencia, la música como que me volvió a seducir. Y bueno, regresé a ella. Cuando terminé la secundaria, me fui a estudiar cine a La Plata. Me dio por lo audiovisual. Pero bueno, eran los 90, y era todo muy cuesta arriba desde lo económico, lo cual hacía muy difícil poder sobrellevarlo.
Intenté trabajar y estudiar, pero era un caos. Además, a mis padres los habían echado de sus trabajos. Entonces, un poco para ayudarlos, volví a la ciudad y a la música. En ese proceso, dejé Bellas Artes, que duró muy poco.
Al regresar, me encontré con un deseo muy fuerte de comenzar a componer música popular, canciones. También me encontré, a la par de esa situación, con la necesidad de compartir la música con otras mujeres músicas. Decidí entonces formar lo que creo que fue, según mi parecer, la primera banda de músicas mujeres de la ciudad de Bahía Blanca. Creo.
Esa fue una experiencia muy interesante, ya que todas estábamos dando nuestros primeros pasos en la música. La banda estaba formada por Gisela Gregori en teclado, Raquel Abonizio en violín, Natalia González como bajista (aunque en realidad era contrabajista), Virginia de la Cruz en batería y Laura Tappata en guitarra.
Todas componíamos y, además, en escena manteníamos una actitud performática, lo cual era algo bastante llamativo e inusual en aquel entonces. Si tuviese que definir el estilo, era bastante cercano a Björk, por decir algo.
El nombre de la banda merece dos palabras aparte: era Selina Kyle, es decir, el alter ego de Gatúbela.
Capítulo 2: de cómo la joven Laura deja su tierra y migra hacia lugares lejanos
Luego me fui a Buenos Aires y, una vez allí, en la EMPA, empecé a estudiar canto de manera profesional. Estudié muchos métodos, en la Escuela de Música Popular de Avellaneda.
Tarea que ya había comenzado en la ciudad de Bahía Blanca, en el conservatorio. También había indagado en el canto y en el piano, instancias que me acompañaron a lo largo de toda la vida.
El recuerdo que tengo del aprendizaje es hermoso, aunque la economía a nivel país era apremiante, y todo aquello se realizó con mucho esfuerzo.
Fue un tiempo de remarla, mucho. Tengamos en cuenta que era el año 2001. A la vez, quería que se valorara mi trabajo; ya no quería cantar solo por dos pesos en cualquier contexto.
Justamente fue en esa época que empecé a salir con quien es mi compañero actual, Tato Maina. Nos enamoramos y empezamos a tocar juntos, jazz y bossa nova; justamente estaba estudiando eso.
Fue en ese contexto que decidimos irnos a vivir y a trabajar a México. Permanecimos allí durante ocho años. Tocábamos entre dos y tres horas todos los días, de manera que eso constituyó un gran entrenamiento.
Y a su vez, continuaba mi formación en ese lugar, ya que, al ser muy cosmopolita, teníamos vínculo con muchísimos músicos venidos de todos los confines del mundo.
Pero poco a poco, eso también se desgastó. Es una sensación muy extraña ser extranjero en una tierra lejana, y no todo el mundo se acostumbra. A mí ya me estaba pesando.
El hecho de que nuestros padres se fuesen haciendo grandes o mayores, y los primeros pensamientos y reflexiones acerca de ser madre, influyeron en la decisión de regresar a Argentina, más precisamente a la ciudad de Buenos Aires, para probar suerte allí y ver qué sucedía.
Una vez en suelo argentino, en la ciudad de Buenos Aires, armamos junto a otros bahienses que también se encontraban allí, el grupo Microsal. En este grupo había influencias de música soul, funk; todas composiciones de Tato y mías.
Capítulo 3: de cómo Laura regresa a su ciudad y en ella canta jazz
Está bueno viajar en esa época donde todavía no tienes hijos. Luego todo cambia; hay otras construcciones.
En ese tiempo, no te pesa nada. Todo te parece posible, incluso lo que ahora ya no lo parece tanto. La libertad era total.
Finalmente, regresamos a la ciudad de Bahía Blanca y entablamos vínculo con alguien a quien ya habíamos conocido previamente, Néstor Rayes, baterista y gran cultor de jazz.
Néstor era una persona extraordinaria, con quien disfrutaba mucho compartir, no sólo por su gran sentido del humor, sino además por su talento para captar las diversas sutilezas que cada instrumentista proponía, destacando especialmente, entre los diferentes elementos del discurso musical, la propuesta armónica.
Privilegiaba siempre el diálogo musical por sobre el despliegue virtuoso. Siempre escuchaba y estaba atento a todo.
Fue el principal impulsor de que conformemos un cuarteto de jazz clásico al que él mismo denominó Laura Celave Cuarteto. El resto de los integrantes eran Franco Grimoldi en contrabajo y Guillermo Pohle en guitarra.
Una vez instalados en la ciudad de Bahía Blanca, mi hacer siempre estuvo vinculado al canto, ya sea como docente o en eventos y diferentes propuestas escénicas.