En la espesura de un invierno que parece no terminar jamás, entre la bruma renegrida de un barco que abre la película como quien abre un ataúd, Guillermo del Toro vuelve a convocar al mito de Frankenstein. Pero no lo hace desde la retórica del horror ni desde la pirotecnia de la modernidad monstruosa: su versión, lanzada por Netflix en noviembre de 2025 tras más de una década de gestación íntima, busca algo distinto. Busca una plegaria.

Más que un relato, del Toro propone un salmo cinematográfico, un poema oscuro que interroga la luz que late, intermitente, detrás de cada sombra humana.

Hay unidades que ordenan la obra: el prólogo en el barco, helado, casi pictórico; el bloque dedicado a Víctor Frankenstein y su ambición desesperada; y finalmente, el bloque donde la criatura —interpretada por un Jacob Elordi descomunal— toma la palabra. Esa estructura tripartita, inspirada explícitamente en la novela de Mary Shelley, no es solo una decisión narrativa: es una invitación a pensar la película como un oratorio visual, un canto dividido en movimientos, donde cada plano tiene un peso que parece provenir de otra época.

I. La colorimetría: cuando la luz respira

Del Toro sigue siendo un pintor que usa la cámara como un pincel que respira. Cada escena es un lienzo que se tiñe de azules, ocres, verdes húmedos, rojos íntimos. La paleta cromática cumple el rol de subrayar la tensión entre vida y muerte, entre lo humano y lo monstruoso.

El laboratorio de Víctor, iluminado por una electricidad que no pretende ser realista sino emocional, mezcla tonos verdosos y plateados: es la paleta de lo imposible, la frontera donde lo muerto se niega a seguir siéndolo.

En oposición, los espacios íntimos de la criatura —sus recorridos por bosques húmedos, sus instantes de soledad bajo la luna— están teñidos por una luz suave, casi maternal. Del Toro no filma un monstruo, sino una criatura recién nacida: ilumina esas escenas como se ilumina a un bebé en una cuna oscura, con una luz que apenas toca la piel.

Es un modo de decirnos que el terror no está en él, sino en nosotros.

La transición entre tonos fríos y cálidos es central en la lectura del filme. La criatura aparece, primero, envuelta en un espectro azulado, pero conforme avanza la historia, su piel —o lo que queda de ella— se ve bañada por amarillos, marrones e incluso rojos. No es un maquillaje emocional: es un recurso para mostrarnos que, aun con su cuerpo cosido, aún con su alma fragmentada, algo de humanidad comienza a germinar en él.

II. El lente como pregunta moral

El trabajo de Dan Laustsen en la fotografía confirma su alianza profunda con del Toro. La cámara se acerca al rostro de la criatura con un respeto casi religioso: primeros planos prolongados, lentes que permiten ver la humedad de los ojos, las grietas de la piel, la respiración leve. No hay morbo, no hay grotesco. Lo que hay es intimidad.

Del Toro ya había explorado la idea del “monstruo que mira” en El laberinto del fauno, en La forma del agua, y aquí vuelve a usarla como columna vertebral. La criatura no es mirada como un objeto: él mira. Y la cámara, lejos de reducirlo a un símbolo, le devuelve esa mirada. En varias secuencias, el lente permanece fijo sobre la criatura durante algunos segundos más de lo habitual, como si esperara que él responda a una pregunta: ¿querés ser? ¿querés existir?

En las escenas de ciencia, los planos se amplían, los lentes se distorsionan levemente, la cámara se mueve con un temblor controlado: todo vibra con la ansiedad de Víctor Franken­stein. Cuando él manipula los instrumentos, la cámara se acelera, como si asistiera no a un acto de creación, sino a un acto de transgresión.

En cambio, cuando la criatura explora el mundo, la cámara se vuelve calma, se desliza sin brusquedades, permite respirar los paisajes. Del Toro filma la inocencia con la misma delicadeza con que filma el dolor.

III. El desempeño actoral: la tragedia en tres cuerpos

Oscar Isaac ofrece un Víctor Frankenstein que combina el fervor científico con la fragilidad íntima. No es un genio loco: es un hombre atrapado en una ambición que se le derrama entre las manos. Sus escenas más emotivas no son las de furia, sino las de silencio: cuando mira su creación y parece preguntarse, sin palabras, si no habría sido mejor amar a los vivos en lugar de intentar revivir a los muertos.

Jacob Elordi, por su parte, crea una criatura que no copia ninguna tradición cinematográfica previa. Su monstruo no da miedo. Da pena. Da ternura. Da humanidad. Elordi articula su cuerpo con torpeza de recién nacido, con la respiración agitada de un animal herido, y con la mirada profunda de un ser que aprende a sentir antes de aprender a hablar.

Hay una escena —en la cabaña— donde se acerca a una ventana y toca el vidrio como si tocara el mundo por primera vez: ese gesto sintetiza toda su construcción del personaje.

Mia Goth, en un rol contenido, aporta una energía quebradiza, casi espectral. Ella encarna la humanidad que Víctor no logra ver y que la criatura anhela sin saber cómo reclamar. En sus escenas, del Toro introduce colores más suaves, tonos terrosos, ropa de texturas cálidas, como si su presencia fuera una promesa de aquello que ninguno de los dos hombres logra alcanzar.

IV. Tradición de Frankenstein: los ecos y las rupturas

Las adaptaciones de Frankenstein conviven en tres grandes tradiciones:

  1. el horror clásico de Boris Karloff,
  2. el melodrama existencial,
  3. las relecturas científicas modernas.

Del Toro no se queda en ninguna de ellas. Su Frankenstein es un puente.

Dialoga con el romanticismo de Mary Shelley, con sus dilemas sobre el alma, la culpa, la ciencia y el poder. Pero al mismo tiempo reescribe el mito desde una estética que combina lo gótico con lo íntimo, lo filosófico con lo casi maternal.

A diferencia de otras versiones, aquí la criatura no es el enemigo ni la amenaza. Es la consecuencia. Y Víctor no es un héroe trágico: es un hombre desbordado por su propio sueño.

Del Toro introduce un matiz ético: la criatura no es monstruosa porque fue creada artificialmente, sino porque fue abandonada.

V. Una lectura contemporánea: ¿qué monstruos estamos creando?

Esta película no habla solo de cadáveres reanimados. Habla de la responsabilidad frente a lo que producimos: tecnología, inteligencia artificial, ideologías, deseos. Del Toro sugiere que toda creación, incluso la más noble, se convierte en monstruo cuando carece de acompañamiento, de afecto, de contención.

Frankenstein, entonces, es una metáfora contemporánea: ¿cuántas criaturas soltamos al mundo sin pensar en quiénes serán, qué sentirán, qué harán en nuestra ausencia?

La criatura de del Toro no pide venganza. Pide amor. Pide sentido. Pide una identidad que no sea solo el reflejo deformado de su creador.

VI. Conclusión: un salmo contra la sombra

La película se cierra con una sensación de plegaria. No es redención pura, tampoco es condena. Es una pregunta abierta: ¿quién merece vivir? ¿quién merece ser amado?

El monstruo, en del Toro, no es un enemigo que destruir. Es un espejo que atender.

Así, Frankenstein (2025) se ubica entre las obras mayores del director. No por sus efectos, ni por su exactitud literaria, sino porque mira al monstruo y encuentra a un niño. Mira al creador y encuentra a un hombre que falla. Mira la oscuridad y encuentra, en su centro, una luz que parpadea.

Una luz que, como toda luz humana, tiembla. Pero existe.