“Argentina es una patria hecha de guitarra.” — Juan Falú.
Preludio
Antes de ser un instrumento, la guitarra fue un pasaje. Un umbral tendido entre mitos y territorios, entre la memoria europea y la invención americana. En su genealogía resuenan la lira de Orfeo —capaz de ordenar el mundo con música— y la flauta de Pan —silvestre, corporal, indómita—: dos fuerzas en tensión que aún hoy dialogan en cada cuerda pulsada.
Desde aquel linaje remoto hasta los cordófonos de América Latina —el cavaquinho, el requinto, el cuatro venezolano, el birimbao—, la historia de la guitarra es también la historia de un viaje. Un instrumento que cruzó océanos, cargó con las huellas de la conquista y, al tocar suelo americano, fue transformado: dejó de ser únicamente herencia para volverse voz propia. La guitarra, así, como territorio mestizo, como lengua común, como patria portátil.
En la vida y la obra de Daniela Rossi esa dialéctica se vuelve experiencia concreta. Bahiense de origen, europea por residencia, argentina por pulso, su guitarra articula continentes sin clausurarlos. En ella conviven la formación académica y la escucha atenta de lo popular, el contrapunto riguroso y la canción que se dice en comunidad. Radicada desde hace años en Cambridge, Reino Unido, Rossi desarrolla una intensa actividad como concertista y docente en Europa; pero cada regreso a Bahía Blanca reactiva una memoria sensible: la del lugar donde la música comenzó a decirse por primera vez.
Esta conversación recorre ese mapa íntimo. Un itinerario donde la guitarra no es solo un instrumento, sino un modo de estar en el mundo: una forma de volver, de insistir, de tender puentes entre orillas que —cuando suenan— dejan de ser opuestas.

Volver al origen, volver al pulso
“Llora, guitarra, porque eres mi voz de dolor.” — Augusto Polo Campos, “Cuando llora mi guitarra”
—¿Qué significa para vos regresar a Bahía Blanca?
—Volver siempre a Bahía remueve un montón de emociones, porque mi familia es de acá. Bueno, mi mamá no —es de Jacinto Arauz—, pero sí mis hermanos, y además tengo muchos amigos. Acá me formé, estudié en el Conservatorio, y por supuesto también desarrollé gran parte de mi actividad artística en las salas más importantes de la ciudad.
Y, sobre todo, podemos decir que acá empezó todo.
Hace mucho tiempo que no tocaba en Bahía. El año pasado hice un concierto chiquitito, pero hacía mucho que no tocaba. A veces he ido una vez por año; este año, por ejemplo, fui tres veces. El año pasado fui un par de veces y, afortunadamente, pude pasar tiempo con mi papá antes de que falleciera. Siempre la prioridad es pasar tiempo con la familia, sobre todo con los papás.
Pero tampoco quiero perderme esta parte de compartir y celebrar la música con la comunidad. Ese sería el objetivo principal. Porque cada concierto es una fiesta, tanto para el que toca como para el que escucha.
Dos discos, un mismo tiempo interior
“Pero estás vos, viola mía, hasta que me vaya yo.” — Homero Manzi y Sebastián Piana, “Vieja viola”
—¿Cómo se dio la posibilidad de presentar dos discos en un mismo año?
—El hecho de presentar dos discos en un año no fue algo intencional. Simplemente se dio la conexión.
Por un lado, con el compositor Dušan Bogdanović, y por otro con Chris Duarte, el hijo del compositor John Duarte, en Inglaterra. Todo ocurrió casi en simultáneo, como si las obras hubieran decidido encontrarse en el mismo tiempo vital.
Dušan Bogdanović es uno de los grandes compositores de los siglos XX y XXI. Hoy debe tener cerca de setenta años y fue un prodigio de la guitarra clásica. Ganaba concursos, pero se dio cuenta de que lo que más le gustaba era la composición. A los veintidós años escribió su primera sonata, que es la que está en mi disco.
En su obra conviven muchos mundos: guitarra clásica, jazz, músicas africanas e indias, polirritmia, cambios de compás, un contrapunto extremadamente fino. Es como el Bach del siglo XX. Mientras muchos compositores escriben melodía y armonía, él escribe contrapuntos, capas de pensamiento musical superpuestas. Su lenguaje me resulta fascinante.
Soy fanática total de su obra desde la adolescencia, por culpa de mi profesor de aquel entonces, Eduardo Isaac. Tomaba clases con él desde los dieciséis años y escuché esa sonata grabada por Isaac en un disco de los años noventa. La escuché y pensé: esta sonata algún día la voy a tocar.
La toqué cuando ya era más madura, a los treinta años, pero todavía no conocía al compositor. Hasta que un alumno suyo me sugirió mandarle un video. Dudé mucho, pero le envié una grabación profesional. Me respondió que le había parecido excelente, que le encantó… y ahí quedó.
Nos volvimos a encontrar en 2021, en un concurso al que decidí presentarme después de mucho tiempo. Llegué a la semifinal, y Bogdanović estaba en el jurado. No se me ocurrió tocar su música. Cuando supe que iba a estar allí, me alegré de no haberla llevado.
Después de la semifinal se acercó y me dijo: “Vos tocás mi música muy bien… ¿por qué no tocaste hoy mi música?”. No pasé a la final, pero gané algo más valioso: una conversación larga, profunda, sobre gustos, repertorio, afinidades. Me dijo que me había votado, pero que no había alcanzado. Y pensé: “qué suerte, porque gracias a eso quedó el contacto”.
A partir de ahí empezó a enviarme obras escritas para mí por mail, esto fue entre Octubre de 2021 y Marzo de 2024. Fueron seis. No se las encargué: las escribió pensando en mí como intérprete. Ese material es el que integra el disco “Dušan Bogdanović Guitar Works”, editado por Naxos. Es mi último disco, salió el 5 de diciembre. Está en todas las plataformas y voy a llevar muchas copias a Argentina.

Herencias, homenajes y escucha
“¿Por qué la noche es tan larga? Guitarra, dímelo tú.” — Atahualpa Yupanqui, “Guitarra, dímelo tú”
—¿Cómo surgió el proyecto dedicado a John Duarte?
—Por medio de un colega empecé a estar en contacto con Chris Duarte, el hijo de John Duarte, fallecido hace veintiún años. Yo no conocía tan profundamente la obra de John, o al menos no le había dedicado el tiempo que merecía.
Chris me contó que su papá le dejó como legado difundir y publicar música inédita, y también grabarla. Con una herencia familiar comenzó a convocar a intérpretes para ese proyecto.
Me sedujo especialmente porque eran obras-homenaje: a Antonio Lauro, a Mario Castelnuovo-Tedesco, y también a guitarristas de jazz como Wes Montgomery o Django Reinhardt. Eso me llevó a escuchar muchísimo jazz, a sumergirme en otros lenguajes. Y me fascinó.
Trabajé los dos discos en paralelo: uno lo grabé en marzo y el otro en noviembre. Fue intensísimo. El año pasado sembré y este coseché. Además, estaba presentando el disco de Giulio Regondi —que es como tocar Chopin en la guitarra— y repertorio latinoamericano. Pero bueno… así somos los músicos.
En ambos proyectos hubo un intercambio directo con el compositor (Dušan Bogdanović) y el hijo de Duarte (Chris). Estuvieron presentes en las grabaciones y fueron directores artísticos. Grabamos en una iglesia, con el ingeniero de sonido John Taylor, que grabó a los mejores guitarristas. La producción fue realmente de primera.
La sala como cuerpo
—¿Qué te llevó a elegir Fanes como espacio para tocar en Bahía?
—Me lo recomendó mi amigo, el músico y baterista “el Búho” Briglia. Me dijo que fuera con total confianza. Llamé a Abelarda y me contó cómo había surgido el espacio, una casa totalmente remodelada.
Cuando vi que allí conviven tantas actividades —incluso Feldenkrais, que es fundamental en mi vida—, y cómo está integrado el cuerpo con el arte, sentí que era un lugar que cuida a los artistas. La sala suena bien y tiene el tamaño justo, íntimo, como a mí me gusta. Dije: «hago dos funciones para que no se quede nadie afuera». Hablamos casi dos horas y pensé: «tiene que ser acá».
Europa como territorio activo
“Todo cabe en tu madero… guitarra sabia de ausencia.” — León Gieco, “La guitarra”
—¿Cómo es tu presente artístico en el exterior?
—Hay bastante actividad, sobre todo en Inglaterra. El año que viene podría surgir una gira por Italia, todavía por confirmarse. También tuve contacto con Canadá, Bélgica, España. Pero mi base sigue siendo el Reino Unido.
Trabajo mucho con conciertos, clases y masterclasses. Este año estuve muy enfocada en música argentina: José Luis Merlín, Quique Sinesi. Pero también tengo ganas de explorar otros caminos.
Estoy colaborando con el compositor colombiano Carlos Lora Fálquez, que es fantástico, muy intenso, muy comprometido con su lenguaje. También estamos armando un dúo de cámara con el guitarrista colombiano Francisco Correa, un gran amigo. Queremos combinar repertorio solista y en dúo, algo que el público disfruta mucho.
Mi cuarto disco me gustaría que sea enteramente de música latinoamericana, con arreglos clásicos. Probablemente haya más música argentina, pero todavía está en proceso.

La guitarra también repara
“Tú, noble arte, en horas grises me has abierto un mundo mejor.” — Franz von Schober, “An die Musik” (lied de Franz Schubert)
—¿Cómo viviste la colaboración con el Conservatorio de Bahía Blanca?
—Al principio cuesta creer que algo así esté pasando en tu ciudad. Y después aparece la impotencia de no poder estar ahí físicamente.
Pero pensé: podés hacer algo. Con mi amigo Mike Addlesee hicimos el concierto en transmisión directa por YouTube y yo subí muchos videos a redes invitando a colaborar. Juntamos bastante dinero. Una parte fue para la cooperadora y otra para comprar dos guitarras de primera categoría para la cátedra de guitarra, ¡algo que todavía está por anunciarse!
Quería ayudar a todos, pero pensé en el Conservatorio, el lugar donde me formé. Fue muy emotivo y muy triste. Cuando te toca el lugar de donde sos, lo sentís distinto. Y entendí que aun desde lejos se puede hacer mucho.
—¿Qué más puede decir una guitarra? ¿Qué preguntas te estás haciendo hacia adelante?
—Hoy me pregunto qué más se puede hacer con una guitarra. Tal vez en algún momento toque cosas muy sencillas, sea más minimalista.
No me interesa el virtuosismo por el virtuosismo. Me interesan los lenguajes que son honestos, profundos, que tienen algo verdadero para decir.
Mi próximo proyecto discográfico me gustaría que sea de música popular latinoamericana, con arreglos clásicos. Posiblemente más música argentina. Pero eso todavía está abriéndose camino.
Coda
Hay músicas que no salvan, pero sostienen. Que no borran la pérdida, pero la vuelven habitable. En An die Musik, Franz von Schober escribe que un “dulce y sagrado acorde” puede abrir, aun en la aflicción, un mundo mejor. No como promesa de redención, sino como gesto mínimo y verdadero: acompañar.
Entre Bahía Blanca y Cambridge, entre la intimidad de una sala y la reverberación de una iglesia, entre el contrapunto extremo y la canción popular, la guitarra de Daniela Rossi opera de ese modo. No clausura sentidos: los mantiene vibrando. Aun a la distancia, aun en el desarraigo, insiste.
Como si cada cuerda supiera que hay una patria que no se fija en un mapa. Una patria móvil, hecha de madera, memoria y pulso. Una patria que suena —y vuelve.
